Era miércoles, 6 de Octubre de 2010. El vuelo Barcelona-Ámsterdam salía a las 12:00 horas, ni más ni menos. Y aterrizaba a las 14:20 horas. El vuelo duraba más de dos horas. Se me hizo largo, muy largo. Y la incertidumbre estaba a flor de piel; sudores, nervios, y lágrimas… Recuerdo, que la misma incertidumbre me empañaba en lágrimas, al despedirme de mis padres en el aeropuerto de Menorca. Cosa, que nunca antes me había pasado (y llevaba cinco años fuera de casa). Pero era una sensación normal, nadie podía intuir lo que me esperaba tras coger ese vuelo con billete de ida y una reserva de ocho noches en un hostal (Hostal Anne Marie).
Aterrizamos, aparcamos y salimos a por las maletas -por primera vez, me dí cuenta que mi vida podía caber en una maleta-. En Schipol, llovía a raudales. Y el cielo estaba gris, muy gris. No parecía mediodía. Así que, sin más contemplaciones, puesto que llovía, me dispuse a coger un autobús que me llevara al centro; pero…¿a dónde voy? ¿al centro? ó ¿al hostal?. Primera duda. Primera decisión. Obviamente, necesitaba ir al hostal a dejar las maletas. Luego, si eso, ya conocería el centro.
Llegando al hostal, me encuentro con un recepcionista peculiar, de lo más alternativo y campechano. Saludos, risas, y las primeras palabras en inglés.
Dejo las maletas, me pongo cómodo y conozco los primeros «roommates» del hostal. Los mismos con los que compartiría habitación durante unos días. En la habitación había cuatro camarotes, con dos camas cada uno y un sólo baño para todos nosotros. Cabíamos ocho personas en la misma habitación. Interesante.
Cogí mis bienes más preciados (móvil, portátil y cámara) y mis «apuntes» para empezar a moverme por la ciudad, y salí a la calle. Había quedado con un par de chicos para visitar las habitaciones que alquilaban. Obviamente, no era consciente de la dificultad de los nombres de las calles -obviamente, en holandés- para encontrar dichas direcciones, por lo que tras dos horas entre metros, autobuses, lluvia y caminatas en vano por barrios residenciales, acabé tomando la foto que precede este post.
La tarde desvanecía, con un atardecer precioso, que junto con el olor a tierra mojada que quedaba de la lluvia, me hacía sentir satisfecho -aunque nunca llegase a ver los pisos citados-. Y de esto trataba mi viaje a Ámsterdam, de aventura, imprevistos y dificultades. Y precisamente así es como lo empezaba a sentir.
Por la noche me quedé en el hostal, para conocer a gente e introducirme más en esa ciudad de la que era un desconocido. Kimon Sklavounos, el recepcionista campechano, y Travis Barnes, el mismo que pasará ser mi mejor amigo en esta aventura, me alegraron la noche entre risas y anécdotas.
Antes de ponerme a dormir, tocaba revisar mi cámara –mi compañera inseparable de viaje– para ver las fotografías tomadas durante el día. Sin duda, la mejor foto, y la más inspiradora, la que precede este post.
Empiezas. De cero. Buscando algo; sin saber qué. Caminas, observas, te paras, retrocedes, recuerdas, reflexionas; y vuelves a caminar, de nuevo.
Especial Ámsterdam: Mi experiencia
- Ámsterdam (I): La Llegada
- Ámsterdam (II): El “handicap”
- Ámsterdam (III): Una habitación
- Ámsterdam (IV): Estilo de vida
- Ámsterdam (V): La gente
- Ámsterdam (VI): Ciudad liberal
- Ámsterdam (VII): Vondelpark
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